viernes, 5 de septiembre de 2008

NO HAY QUE CONTRADECIR AL DESTINO

Estoy sentada en el tren, la noche se cierne sobre la ciudad, y después de un largo día de trabajo lo único que me apetece es llegar a casa, tumbarme en el sofá y tragarme lo primero que den en la tele: cualquier cosa, no me importa. La verdad es que no sólo estoy cansada físicamente, hoy Antonio me ha collado especialmente, no ha parado de acosarme durante todo el día en busca del dichoso informe de ventas. Informe que, por cierto, no tenía ni tengo terminado porque me faltan varios datos del departamento de contabilidad que todavía estoy esperando, y esa es otra, ya no sé qué hacer para que Inma, la contable, me los dé de una vez. Así que mientras mis pensamientos me absorben, decido ponerme el mp3 y escuchar alguna canción que me anime, o al menos, que me haga olvidar el horrible día que he tenido hoy.

En ésas me encuentro cuando de repente me doy cuenta. Sentado delante de mí, a tan sólo un par de asientos de distancia, veo un hombre que distraídamente mira a través de la ventana. No sé por qué, pero su presencia me produce una sensación extraña. Me fijo en sus rasgos: es de estatura media, aproximadamente un metro setenta, lleva el pelo corto y de color oscuro. Su cara me parece familiar aunque desconocida a la vez, no sé por qué, pero me transmite una sensación de seguridad.

Sigo observándolo mientras el tren avanza en la noche y escucho "La Canción más hermosa del Mundo" de Joaquín Sabina. Sus facciones son duras, masculinas; tiene las mandíbulas marcadas y los ojos de un color oscuro, profundos, parece que te puedas sumergir en ellos y nadar, sin tocar el fondo jamás, sin saber qué es lo que realmente esconden. Me doy cuenta de que, aunque a primera vista me ha parecido muy joven, las arruguitas de alrededor de sus ojos delatan experiencias vividas, sabiduría; diría que tiene alrededor de unos treinta y pocos años. Tiene un porte especial que le otorga un atractivo indefinido pero patente, no es el típico chico guapo, pero atrae más que si lo fuera.
Sus labios son finos y la boca es pequeña, me atrevería a aventurar que sus dientes son blancos y perfectamente alineados; seguro que contrastan con su tez morena, que adivino es más producto de la genética que del solárium. Sigue mirando por la ventana sin percatarse de que le estoy escrutando meticulosamente, lo que me anima a seguir haciéndolo.

Me concentro ahora en su esbelto cuerpo, no es el típico "cachas" de gimnasio, pero tampoco tiene la constitución de una persona sedentaria, se podría decir que se cuida, aunque no es un obseso de la estética, lo cual me gusta. Nunca me pareció bueno el hecho de vivir para el culto al cuerpo.
Su ropa denota un excelente gusto, va vestido con traje oscuro y camisa blanca; no lleva corbata aunque es muy posible que se la haya quitado al finalizar la jornada, todos sabemos lo incómodas que son estas prendas. En el suelo cerca de sus pies calzados con zapatos tipo ejecutivo de color oscuro descansa un maletín; por lo que deduzco que se trata de alguien que trabaja en una oficina.

De repente, veo que me está observando a través del cristal de la ventana, observa mi reflejo en él, se ha dado cuenta de que le miro...¿hará mucho rato que me está mirado? Inmediatamente giro la cara e intento disimular mirando la televisión que hay en el tren, y que en ese momento está emitiendo un mensaje publicitario de una tienda de colchones. Siento su mirada posada encima de mí, no deja de mirarme. Te lo mereces - pienso - por cotilla. El tren está a punto de llegar a la penúltima estación, mi extraño hombre se levanta y se dispone a apearse. Sin saber cómo, hay algo que me impulsa a seguirle, es tarde y estoy cansada, pero no puedo dejar de mirar a mi enigmático desconocido.
La estación está vacía, ni siquiera un empleado de los ferrocarriles deambulando por el andén. Él camina por delante de mí, el sonido de sus zapatos se confunde con el del tren que se aleja. Sin esperármelo se da la vuelta y me sonríe, efectivamente sus dientes son blancos, un blanco que deslumbra en la oscuridad de la estación. ¿Un café? - me pregunta - Parece ser que hemos tenido un día duro, podemos sentarnos y charlar de todo y de nada, porque el destino ha hecho que hoy coja este tren, ya que mi coche está en el taller, y gracias a eso nos hemos encontrado, no debemos llevarle la contraria al destino, ¿no crees? - Afirmo con la cabeza,- y me pongo a caminar a su lado. Se llama Emilio, y tiene razón, no debemos contradecir al destino.

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