miércoles, 5 de agosto de 2009

El Gatito


En aquélla parte de ese extraño lugar donde se encontraba había poca luz, el Sol quedaba muy lejos de aquel planeta, por eso la oscuridad lo llenaba en su mayor parte. Era como vivir en una eterna noche, fresca y maravillosa como lo eran las de su Tierra en verano, cuando vivía con los suyos. Pero aunque parezca lo contrario, no los añoraba demasiado, sólo en contadas ocasiones, cuando se sentaba en el acantilado sin final y miraba cómo pasaban las criaturas que allí vivían. Todas eran maravillosamente extrañas para él, hadas de pelo largo y nariz puntiaguda, con orejas pequeñas y una vocecita fina como el canto de una sirena, como si la sirena cantara una nana para dormir a su hijo; así eran las hadas de aquél lugar. Al contrario de lo que podáis pensar, no eran seres diminutos, sino prácticamente del mismo tamaño que él, bueno, del mismo tamaño que tenía antes de que el Mago Torín le enviara el hechizo que le había llevado allí, el hechizo que lo había convertido en un gatito pequeño y frágil, casi como de jueguete.
Pero habían más seres que vivían con él desde hacía algún tiempo: estaban los gnomos planetarios, que eran hombrecitos, éstos sí de tamaño muy pequeño, tanto que si no tenías cuidado era fácil que los pisaras sin darte cuenta; había también las libélulas danzarinas que acostumbraban a llevarse muy bien con los dragones voladores verdes. Éstos últimos eran muy amigos del gatito, y muchas veces le dejaban que se subiera a su lomo para darle un largo paseo por el otro lado del planeta.

Allí la cosa cambiaba: no se atrevía a ir solo al otro lado porque vivían criaturas extrañas y malévolas, criaturas que, digámoslo así, no eran muy amigas de las visitas. Estaban las abejas de fuego, los ogros mudos y las moscas verdes. Bueno, quizá parezca de película de risa, pero para el gatito asustadizo eran su mayor temor, animales enormes que pululaban por esa parte del planeta, la parte que le habían enseñado a no visitar nunca a menos que no fuese a lomos de un dragón volador. Incluso haciéndolo así, a veces el gatito no podía mantener la vista al frente y se acurrucaba temeroso abrazando el cuello de su enorme y protector amigo.

Aunque no lo parezca, el gatito vivía feliz en ese planeta, había descubierto lo maravilloso de correr sin parar persiguiendo animalillos diminutos, comiendo y arrancando las frutas silvestres que daba aquélla árida tierra... siempre y cuando el Mago Torín no se enterase, claro.
Torín era un mago viejo y arrugado, de cabellos largos y blancos como la nieve recién caída en la cima de una montaña. Tenía unos ojos diminutos que se escondían tras los pliegues de su arrugada piel, aunque si los mirabas fijamente, su azul más intenso que el mar te hacían sentir extraño, débil y poca cosa a su lado. Era un ser cuanto menos estrambótico, le gustaban los dulces con locura, comía todos los que caían entre sus manos, hasta el punto de que a veces tenía que quedarse dentro de la cabaña tomando sus mágicos brevajes para curar lo que los pasteles de hadas (siempre se los preparaban, creía el gatito, para librarse de él durante un tiempo, porque sabían las hadas que el Mago Torín no tenía límites cuando de dulces se trataba)le habían hecho en su mágico estómago.

El Mago era quién había encogido al gatito, era también quién le había llevado a ese extraño planeta, y separado de la abuelita que le cuidaba en su anterior planeta, la Tierra. El gatito no sabía exactamente por qué, pero ya empezaba a no importarle, porque en la cabañita del mago se estaba bien, además él le daba algunos dulces también, lo que no disgustaba para nada al gatito.

Así fueron pasando los días, tantos que, cuando el gatito me explicó esta historia, ni siquiera recordaba el tiempo que estuvo correteando de un lado a otro del planeta, comiendo dulces de hada y paseando por todos los rincones de aquélla peculiar tierra a lomos de sus amigos los dragones verdes. Hasta que un día Torín llegó con otro gatito, mejor dicho, gatita. Era pequeña como él, y estaba asustada. El gatito creyó que él era el preferido del Mago, por lo que no hizo mucho caso del nuevo habitante. A los pocos días, notó que Torín estaba más ausente que antes, si cabe. Y la gatita iba siempre con él. Eso no le gustó.
Al día siguiente, estaba sentado en el acantilado comiendo galletitas de chocolate púrpura, cuando se acercó volando Charly, el dragón verde más anciano. Éste le explicó al gatito que Turín estaba disgustado con él, que se arrepentía de haberlo traído al Planeta, porque no había servido para nada. El gatito, sin entender, le preguntó a Charly que cuál era el motivo por el que el Mago creía que no había servido para nada, a lo que el dragón contestó:
- Turín es el encargado de despertar sentimientos enterrados, y eso intentó contigo gatito, pero parece ser que en tí no hay nada que desenterrar.
Dicho esto, Charly sacó una bocanada de fuego azulada por su nariz vieja y seca, abrió sus enormes alas y se marchó volando al otro lado. El gatito le gritó que le llevara con él, pero éste se negó, alegando que Turín le había prohibido a él y al resto de su especie llevarle a lomos al otro lado.
- No podemos!, el Mago quiere que recapacites y que busques en tí el verdadero motivo por el que te trajo, que no es comer dulces, ni tampoco volar todo el día a lomo nuestro como si fuésemos una atracción de feria!
El gatito siguió mirando al horizonte hasta que Charly desapareció en él. Y se quedó muy triste. Tan triste que no pudo evitar llorar y lamentarse, echar de menos a su abuelita, a los niños que a veces iban a verle y que le hacían juegos y carícias... su Tierra y su casa.

Quizá no había apreciado lo suficiente a la abuelita, quizá había dado por sentadas muchas cosas que no debería. Esto le hizo llorar más y más, hasta que sus llantos se oyeron por todo el Planeta, hasta las libélulas lo oyeron desde el otro lado, y el gatito no podía parar de llorar.
Lloró tanto, que a sus pies se formó un charco de lágrimas saladas, un charco en el que el gatito empezó a ver su carita triste reflejada, y esto le acongojó tanto que todavía se lamentó y lloró más.

Se hizo la tarde y llegó Torín, con la nueva gatita pequeña, y nuestro amigo seguía llorando, mientras el charco se asemejaba cada vez más a un pequeño oceáno de tristeza a los pies del gatito, también triste. Turín le preguntó por qué lloraba y él le contestó entre sollozos que echaba de menos a su abuelita, a sus niños, a su camita mullida y calentita cerca de la chimenea... echaba de menos su vida en la Tierra, porque nunca pensó que lo que tenía era tan bueno hasta que lo perdió.
El Mago, al escuchar al gatito sonrió ampliamente, y le dijo que entrara en la cabañita. El gatito desganado siguió a Torín hasta la casa, donde se dejó caer sin fuerzas en el suelo, abatido.
De repente, el Mago dijo:
- ¡Brrarrum, brrarram! ¡El gatito a su tamaño normal!
Y nuestro amigo sintió un extraño cosquilleo que le recorrió desde el hocico hasta la punta de la cola, era como un calambre que le hizo erizarse y ponerse de pie. Se notó raro, diferente, enorme. ¡Era como si todo su cuerpo pesara el triple!, vio como sus patitas habían crecido, ¡ahora todo él era como antes! ¡había vuelto a ser el mismo!
El Mago le dijo:
- Por fin has decidido mirar en tí, entender lo que quieres y lo que tenías, apreciar lo que la vida te dio. Ahora, vuelve con tu abuelita, ella también está muy triste desde que te marchaste.

Abrió los ojos y se sintió entumecido, no recordaba muy bien cuándo se había dormido. Se desperezó y notó un calorcito muy agradable en la cara... abrió los ojos despacio ¡El Sol! ¡entraba Sol por las ventanas!. Estaba en su camita, con la abuelita a su lado senatada en su butaca y haciendo ganchillo. Sintió una oleada de alegría en su interior, sin ni siquiera pensarlo, ronroneó tan fuerte que la abuelita lo oyó desde su asiento, se levantó y lo cogió en brazos acariciándolo sin parar. El gatito restregó su carita con la de su ama, su amiga y casi su madre.

La abuelita le sirvió un cuenco con leche, la leche más rica que nuestro amigo el gatito había probado jamás.