Se sentía muy sola, ajena a todo y a todos, en una extraña ciudad, en un extraño país, rodeada de extraños.
Seguía caminando mientras, sin que ella se diese cuenta, el aire empezaba a calmarse y la noche se iba haciendo más apacible. El muelle estaba lleno de bolsas que el viento había llevado volando hasta él, algunas formaban pequeños espirales, como si de un tornado en miniatura se tratase; hojas marchitas y envoltorios tirados bailando en un loco frenesí otoñal. Eso le hizo recordar una de sus películas preferidas, American Beauty, en la escena en la que el chico protagonista (ése que en la película vendía Marihuana, no recordaba su nombre) graba las cosas más cotidianas, como una bolsa vacía que, al igual que ahora, es movida por el viento. Cosas cotidianas que son muy hermosas, pensó. Y siguió andando bordeando el muelle.
El mar estaba bravo, enfadado y, como un niño pequeño, pataleba a su manera, rugiendo y danzando con el viento. El mar iluminado por la ténue luz de la luna, el viento invernal que hacía chocar las olas... de repente se le antojó todo demasiado hermoso, demasiado grande, y ella demasiado pequeña. Ella la cosa más insignificante del Universo. Imaginó que quizá, como era tan diminuta y ligera, ése viento podría llevársela, hacerle viejar por el cielo hasta otro país, lo más lejos posible.
Y deseó fundirse con el Universo. Deseó formar parte de él.

El aire había cesado ya, pero ni siquiera reparó en ello, tan ensimismada estaba en sus pensamientos. Quien la miraba a lo lejos veía una silueta parada en medio del muelle, observando el horizonte.
Siguió imaginando. Ahora nadaba en el mar, con los pececillos que allí vivían. Jugaba con ellos y con las sirenas, que, por qué no decirlo, siempre había creído que existían.
Siguió deseando formar parte de ese enorme y hermoso Mundo que la rodeaba.
Hechó a andar hacia la playa. Cuando estuvo cerca de la orilla, se sentó y encendió un cigarro. Aspiró profundamente el humo, como si de aire puro se tratase. Se levantó y se quitó los zapatos, la chaqueta, la camiseta y los pantalones. Estaba prácticamente desnuda, sólo tapada por la ropa interior. El viento estaba prácticalmente calmado, lo que provocaba que el oleaje fuese más tranquilo, produciendo un sonido susurrante que anestesiaba sus sentidos. Se encaminó lentamente hacia el agua, estaba fresca. Siguió caminando hasta sentir que le cubría por completo, dejó que cada gota de le acariciase el cuerpo. Sin olvidar un sólo milímetro. Y se durmió, se durmió hasta fundirse con él. Por fin formaba parte del Mundo, del Universo.
A la mañana siguiente, cuando los primeros deportistas salían a hacer footing por la playa, sólo vieron la ropa mojada encima de la arena. Nadie supo nunca que ella había cumplido su mayor deseo, y que estaba observando dese el inmenso mar.